15 de marzo de 2014
El jarrón de la entrada estaba roto, hecho añicos, como si
una bandada de animales hubiera pasado por la casa y se hubieran ido, dejando
dentro algo más que desorden. El salón
lleno de cristales, y entre ellos: Mi padre, sosteniendo una copa de whisky,
tendido sobre el sofá con la televisión demasiado alta. No me atreví a mirarle.
Subí la escalera sigilosamente rezando por que no chirriara demasiado. Al fondo
del pasillo se escuchaba un llanto agotador, agotado de tanto llorar, cansado,
casi sin fuerzas para hacerlo, y tras la puerta del cuarto, como era de
esperar:
Mi madre, con el
pestillo cerrado. Pegué en la puerta y suspiré un ligero “Mamá”, ella paró de
llorar en cuanto me escuchó y me dijo que me fuera, que todo estaba bien. Le
supliqué que me dejara entrar, pero esto no le hizo cambiar de opinión. Quería
evitar que la viera sufrir, que viera su dolor, pero lo que no sabía es que
este atravesaba la puerta. Y ante todo sé, que quería evitar que odiara a mi
padre, aun así, me causaba repulsión, odiaba mi nariz por parecerse a la suya,
y el lunar del hombro que compartíamos, quería vomitar cada cosa en común que
mi cuerpo tuviera con el suyo.
29 de agosto de 2014
Mi madre ya no llora.
Está sentada en el sofá a oscuras, mirando la televisión,
pero está apagada. Tiene la mirada perdida, el rostro pálido sin ninguna
expresión. No está, se ha ido, no está dentro de esta casa ni tampoco en este
mundo. Las paredes la han absorbido y está con todos sus muros derrotados,
tanto que estos le impiden oírme.
La llamo a gritos pidiendo que vuelva, que me abrace, que
vuelva a ponerse su vestido rojo los domingos, que vuelva a peinarse y
recogerse su pelo rubio que dejaban ver su gran sonrisa, cuando la tenía, le
pido a gritos que vuelva a cuidar de las flores, que se están marchitando, y
ella también.
No me escucha, sigue mirando la pantalla sin moverse,
despeinada, con las ojeras hasta el suelo, y el dolor hasta quien sabe dónde.
21 de octubre de 2014
Los gritos se escuchan desde fuera de la casa, y dentro era
como estar en medio de una guerra pero con el dolor de que sea donde dormimos. Mi
hermana lloraba, tanto, que temía que se deshidratara en cualquier momento.
Esta mañana había traído un dibujo de clase. Estaba hecho
con ceras de colores, y algunas partes mal coloreadas. Había dibujado a mi
madre con una flor en el pelo, a mí con mi guitarra, ella estaba en medio de
nosotros cogiéndonos de las manos con un vestido rosa, y oso de peluche a los
pies. Al fondo había una mancha roja y negra, con los ojos y la boca algo
difuminados y un aspecto tenebroso, debajo estaba escrito con mala letra: Papá.
El dibujo llegó a manos de mi padre y de ahí los gritos. Es
tu culpa, le gritaba a mamá, por tu culpa mi hija me ve así.
Gritos y más gritos. Mi hermana se escondió debajo de las
sábanas esperando que todos sus miedos no entraran. Me acosté junto a ella con
mi guitarra, empecé a tocar una melodía suave para alejar el molesto ruido de
los golpes de su pequeña cabeza. Toqué hasta que se quedó dormida.
22 de noviembre de 2014
Mi hogar no es hogar, no hay lugar donde esconderse, no hay
nada vivo aquí. Las flores se marchitaron hace dos semanas. Mamá lloraba y mi padre gritaba, y esa, era la
banda sonora de la casa. A pesar de que estaba acostumbrado a esos sonidos,
siempre provocaban en mí un estado de miseria tan grande que me parecía que la
mejor opción para soportarlo era hundir la cabeza en el agua de la bañera, y no
salir, nunca.
Estaba acostumbrado, pero estos gritos eran diferentes, la
voz de mi padre sonaba más ebria de la cuenta, y mamá se quejaba más de dolor
que de tristeza. No pude soportarlo más y entré, las manchas de sangre de la
alfombra captaron toda mi atención, y tras esto, las heridas de mi madre,
tiraba en el suelo, cubriéndose la cara con las manos. Mi padre sostenía la lámpara
de mesa con la que tantas noches mi madre me había ayudado con los deberes del
colegio, y ahora era un arma más con la que golpearla. La dejó caer sobre la
cabeza de mi madre, abriendo así una nueva herida. Las lágrimas empezaron a
brotar de mis ojos y me acerqué a él con la intención de apartarlo de mi madre.
Me gritó que me fuera, que no tenía nada que ver conmigo. Permanecí inmóvil,
delante de mi madre, creyendo que podía servir de escudo. Me empujó y caí al
suelo. Aprovechó para coger de nuevo la lámpara y alzó la mano para dar un
nuevo golpe. Esta vez no lo recibiría, no conmigo delante. Tomé la estatua de
piedra situada en la mesita y le golpeé con tantas fuerzas como dolor llevaba
acumulando estos años atrás. Se quedó inconsciente, sangrando por la nuca.
Solté la estatua y le miré: Vi a un hombre, muerto en el suelo, que en un
tiempo fue mi padre, pero que con el primer golpe dejó de serlo.