.

.

sábado, 4 de agosto de 2018

El mar de Berlín

Carmen anda por un camino rocoso y se cae. Carmen no sabe que andaba por una montaña. Carmen no sabe que debería estar escalando, y se cae, porque no sabe. Carmen no sabe por qué el suelo no se pega a sus pies.
Tengo debajo de mis pies arena, y todos tienen debajo de sus pies arena, algunos tierra, otros asfalto encima de arena, rocas, agua y arena, madera con arena, cemento y piedras echas arena. Hay noches que sueño con la arena, me atormenta, me despierta, me desconcierta, me levanta de la cama y me hace dar vueltas a oscuras. A veces la tapamos con suelos de mármol, otras veces nos sentamos en ella, como si no fuera la misma.
Carmen no sabe por qué estudiamos el mapa desde la referencia actual, y se cae. Carmen no sabe porque la brújula marca el norte, y siempre será el norte, como si hubiera estado allí toda la vida.
Le pido a un niño que me canté una canción para dormir, pero no me entiende, esa noche estuve andando demasiado, atravesé montañas y controles de seguridad, tras un delicado paso todo parecía diferente.
Carmen no sabe por qué una frontera no solo nos delimita físicamente, sino que nos impide que alguien pueda entendernos cuando queremos contarle que, tal vez, haya encontrado mi casa por el camino. Carmen no entiende porque mi corazón no habla el mismo idioma al pasar una linea imaginaria.
Esa noche estuve callada, tan callada que no podía parar de escucharme. ¿Dónde está tu casa? Me preguntaban. Yo no sabía que decir, mi casa eran unos brazos cálidos en ese momento y mío no era nada. El viento me llevaba y yo no pertenecía a ningún país. Cuando era una niña decidí que cuando tuviera una casa todo el mundo estaría invitado, y que, aunque no lo conociera, si tenía sed podía pasar a tomar un vaso de agua. Si mi país era mi hogar, yo quería dejar entrar a todo el mundo.
Carmen no entiende por qué es mío dónde he nacido, por qué me pertenece una identidad por un trozo de tierra.
Sentía mi fragilidad, una noche oscura en la que todo estaba blindado, un cohete pidiendo permiso para atravesar la atmósfera y un barco que pedía permiso para atracar, pero no se lo permitieron, porque esa parcela ya tenía dueño. Un mundo rocoso que no tiene ni pies ni cabeza, solo dueños.
O nos ahogamos o nos morimos de sed.
Carmen estuvo pensando en la paradoja del caracol. Carmen no entiende por qué en este trozo de suelo agrandamos cada vez más nuestra caracola, porque no nos hace falta una caracola más grande.
Caminé y vi sitios grandes y sitios pequeños, sitios distintos. Pensé que alguien había repartido mal las casas y los colegios entre todos los sitios a los que visité, o que tal vez ocurría algo parecido a cuando iba al colegio y los más grandes les quitaban las chucherías a los más pequeños. De alguna manera los pasos nunca eran iguales. No todos sobre rocas, no todos sobre suelo, todos, al fin y al cabo, sobre arena.