Parece que ando a destiempo, con el punto fijo en la colina
que está al otro lado del valle, y a veces
ni eso, que solo estoy de paso, como un turista que no piensa quedarse mucho
tiempo en esa ciudad de la que se ha quedado prendado porque tiene estabilidad
en otra parte, porque todas las playas y los rompientes no son suficientes para
hacer que renuncie a su apartamento del centro dónde el ruido está a la orden
del día y duerme cuatro veces por semana. Las torres, las ruinas y las calles
de piedra no compensan el frío de cara cuando llega el invierno, que hace
mucho, los lagos se congelan, las estufas se rompen y los quitanieves tienen
tanto trabajo que nunca es víspera de navidad, tormentas, truenos y relámpagos.
La primavera en cambio, es todo lo que un cuerpo pudiera desear, cálidas brisas
que traen consigo todos los deseos que nunca habrías encontrado en tu cabeza, rayos
de sol a través del cristal de mi ventana y se lleva el pelo entre mojado para
que esta ciudad haga lo que quiera, lo que le apetezca y lo que más desee con
él, porque será lo que yo más desee también.
Parece que estoy de paso, pero me he fijado en que ningún
día es igual, el tiempo nunca es el mismo, las estaciones cambian cada semana,
y los días festivos son un día cualquiera. Nada estable, y tanto que sé que en
un callejón de la avenida principal estás escritos nuestros nombres en lápiz, y
hay que escribir encima con frecuencia para que no se borre. Escribo veintiséis
veces al día, que es mucho más que “con frecuencia”.
Quisiera volver al ruido, a la rutina, al pequeño
apartamento con todo a mano, pero es que, no quiero. Prefiero la inmensidad en
la que se comprimen los buenos y malos tratos, el horizonte tan incierto como
el día de mañana, ya que el mar nunca ha estado tan calmado como ahora.
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