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lunes, 30 de noviembre de 2015

Diario de algo incontable


15 de marzo de 2014

El jarrón de la entrada estaba roto, hecho añicos, como si una bandada de animales hubiera pasado por la casa y se hubieran ido, dejando dentro algo más que desorden.  El salón lleno de cristales, y entre ellos: Mi padre, sosteniendo una copa de whisky, tendido sobre el sofá con la televisión demasiado alta. No me atreví a mirarle. Subí la escalera sigilosamente rezando por que no chirriara demasiado. Al fondo del pasillo se escuchaba un llanto agotador, agotado de tanto llorar, cansado, casi sin fuerzas para hacerlo, y tras la puerta del cuarto, como era de esperar:

 Mi madre, con el pestillo cerrado. Pegué en la puerta y suspiré un ligero “Mamá”, ella paró de llorar en cuanto me escuchó y me dijo que me fuera, que todo estaba bien. Le supliqué que me dejara entrar, pero esto no le hizo cambiar de opinión. Quería evitar que la viera sufrir, que viera su dolor, pero lo que no sabía es que este atravesaba la puerta. Y ante todo sé, que quería evitar que odiara a mi padre, aun así, me causaba repulsión, odiaba mi nariz por parecerse a la suya, y el lunar del hombro que compartíamos, quería vomitar cada cosa en común que mi cuerpo tuviera con el suyo.

29 de agosto de 2014

Mi madre ya no llora.

Está sentada en el sofá a oscuras, mirando la televisión, pero está apagada. Tiene la mirada perdida, el rostro pálido sin ninguna expresión. No está, se ha ido, no está dentro de esta casa ni tampoco en este mundo. Las paredes la han absorbido y está con todos sus muros derrotados, tanto que estos le impiden oírme.

La llamo a gritos pidiendo que vuelva, que me abrace, que vuelva a ponerse su vestido rojo los domingos, que vuelva a peinarse y recogerse su pelo rubio que dejaban ver su gran sonrisa, cuando la tenía, le pido a gritos que vuelva a cuidar de las flores, que se están marchitando, y ella también.

No me escucha, sigue mirando la pantalla sin moverse, despeinada, con las ojeras hasta el suelo, y el dolor hasta quien sabe dónde.

21 de octubre de 2014

Los gritos se escuchan desde fuera de la casa, y dentro era como estar en medio de una guerra pero con el dolor de que sea donde dormimos. Mi hermana lloraba, tanto, que temía que se deshidratara en cualquier momento.

Esta mañana había traído un dibujo de clase. Estaba hecho con ceras de colores, y algunas partes mal coloreadas. Había dibujado a mi madre con una flor en el pelo, a mí con mi guitarra, ella estaba en medio de nosotros cogiéndonos de las manos con un vestido rosa, y oso de peluche a los pies. Al fondo había una mancha roja y negra, con los ojos y la boca algo difuminados y un aspecto tenebroso, debajo estaba escrito con mala letra: Papá.

El dibujo llegó a manos de mi padre y de ahí los gritos. Es tu culpa, le gritaba a mamá, por tu culpa mi hija me ve así.

Gritos y más gritos. Mi hermana se escondió debajo de las sábanas esperando que todos sus miedos no entraran. Me acosté junto a ella con mi guitarra, empecé a tocar una melodía suave para alejar el molesto ruido de los golpes de su pequeña cabeza. Toqué hasta que se quedó dormida.

22 de noviembre de 2014

Mi hogar no es hogar, no hay lugar donde esconderse, no hay nada vivo aquí. Las flores se marchitaron hace dos semanas.  Mamá lloraba y mi padre gritaba, y esa, era la banda sonora de la casa. A pesar de que estaba acostumbrado a esos sonidos, siempre provocaban en mí un estado de miseria tan grande que me parecía que la mejor opción para soportarlo era hundir la cabeza en el agua de la bañera, y no salir, nunca.

Estaba acostumbrado, pero estos gritos eran diferentes, la voz de mi padre sonaba más ebria de la cuenta, y mamá se quejaba más de dolor que de tristeza. No pude soportarlo más y entré, las manchas de sangre de la alfombra captaron toda mi atención, y tras esto, las heridas de mi madre, tiraba en el suelo, cubriéndose la cara con las manos. Mi padre sostenía la lámpara de mesa con la que tantas noches mi madre me había ayudado con los deberes del colegio, y ahora era un arma más con la que golpearla. La dejó caer sobre la cabeza de mi madre, abriendo así una nueva herida. Las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos y me acerqué a él con la intención de apartarlo de mi madre. Me gritó que me fuera, que no tenía nada que ver conmigo. Permanecí inmóvil, delante de mi madre, creyendo que podía servir de escudo. Me empujó y caí al suelo. Aprovechó para coger de nuevo la lámpara y alzó la mano para dar un nuevo golpe. Esta vez no lo recibiría, no conmigo delante. Tomé la estatua de piedra situada en la mesita y le golpeé con tantas fuerzas como dolor llevaba acumulando estos años atrás. Se quedó inconsciente, sangrando por la nuca. Solté la estatua y le miré: Vi a un hombre, muerto en el suelo, que en un tiempo fue mi padre, pero que con el primer golpe dejó de serlo.

 

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